sábado, febrero 26

Me quedan diez letras





Nací, y no de la primera encamada de mis padres, creo que fuí el error de muchos intentos. Y más que el error la calumnia, los rumores, los nervios, los vómitos absurdos que gritan vida y muerte. Desde ser diminuto me negué a ser controlado, gobernado y apadrinado. Tenía una tenue luz que me alumbraba hacia no más allá del sol. Vivía entre una naturaleza utópica que antes existía y hoy no es más que honesto cemento, ese cemento que deja mis pies en son de dolencia. Hoy no quiero respirar más, siento, sé y estoy segura que en cada hálito, suspiro y bocanada de aire que tomo me autoenveneno. Hasta para cruzar mis propias calles debo pedir permiso, miro hacia la derecha primero, luego hacia la izquierda, ya que siempre me enseñaron que por los dos lados te puede venir un camión encima. En los conductores veo los mismos rostros tiranos, déspotas pero más que eso rostros tristes. Tristes porque se es más infeliz esclavizando que siendo esclavo, siendo conductor que el atropeyado. No van a una velocidad muy fuerte, deben ser precisos y cautos, tienen claro que un golpe y confrontación con el enemigo sería fatal para la calle que tanto les costó tomar, no construir porque saben muy bien que no fueron sus propias manos las que agotadas de sudor pedían clemencia, lo saben ellos y todos los demás transeúntes. 
Recorro descalza, inerte, fuerte, sin ganas y desnuda, en especial desnuda para que la transparencia abunde en mi cuerpo, que mis huesos se trasluzcan, para que muestren sus marcas, aquellas marcas que dejó el norte de algún alma. Y como si hubiese cerrado los ojos eternamente, veo todo de un color más armonioso y menos gris. 

                                                                                         

Que el ambiente
no nos 
manipule

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